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El registro de los rasgos psicológicos como estrategia narrativa del trauma en Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof

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Abstract

This present work analyzes The Letters That Never Came (2000), by a Uruguayan writer Mauricio Rosencof, as a text that registers contradictory psychological traces of a traumatized author. (1) It indicates the repetition of the stories of repression of others and the return of his father as an acting out and working through of an author who suffers from the trauma caused not only by the tortures under the Uruguayan dictatorships but also by the loss of his beloved ones, above all, his father, whom he never got to know well. (2) Later, it offers another interpretation on the repeated mentions of the return of his father as a desire to control by his will the traumatic event. (3) Then, it will give another possibility to read the incorporation of his diseased father into the ego of the narrator as symptoms of the melancholy. (4) Finally, it suggests a supplementary interpretation on the telepathy between the narrator and his father as a post-traumatic stress disorder. In this way, it values the repeated phrases in the novel as an attempt to translate the corporal language of an author who suffered the tortures, into the written language. Thus, it insists that registering the psychological traces of the author in writing, works as an indirect and adequate way to narrate the trauma, because, after reading it, the readers are capable of deducing the cause of the pain of the author, and our ability to empathize with him will activate the political agency to speak for the victim.

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Notes

  1. Marcos Wasem indica que Mauricio Rosencof en Las cartas que no llegaron mezcla “el género epistolar, el testimonial y la novela epistolar” (2000: 1).

  2. Para nuestro acercamiento teórico a la manifestación del trauma elegimos la primera teoría del trauma de Freud por dos razones: (1) A diferencia de la representación de los procesos colectivos sobre la violencia histórica (como son los estudios en Unclaimed Experience (1996a) de Cathy Caruth y en Moises y la religión monoteísta (1939), la segunda teoría del trauma de Freud. Véase Greg Forter para más información), Las cartas que no llegaron atañe a los procesos individuales ante la violencia. Para ello nos parece adecuada la formulación freudiana sobre la elaboración temprana del trauma, que examina en síntomas individuales como el actuar y reelaborar, el juego de “Fort-da”, la melancolía y el trastorno de estrés postraumático. (2) A diferencia del estudio sobre el impacto de la experiencia traumática en la memoria (elaborado por teóricos como Bessel van der Kolk y Onno van der Hart), lo que examinamos aquí relaciona el trauma con el concepto de la represión según el principio de placer, que como es sabido resulta central en la psicología freudiana (Véase Andrew Barnaby para más información).

  3. Véase “La escritura diseminatoria de Estrella distante de Roberto Bolaño: cómo narrar el trauma en la (pos)modernidad”, de Eun-kyung Choi.

  4. Colvin, citando a Fernando Reati, también dice que “at least among Argentine writers, there has been a general trend away from strictly mimetic representations of political violence and towards new strategies of expressing that which seems unspeakable” (Colvin 2014: 12).

  5. Sin embargo, también tenemos La escuelita (1986), relatos testimoniales de Alicia Patnoy, que es—en comparación con las obras antes mencionadas—más mimética y directa.

  6. Wasem también añade que “el encuentro de una pluralidad discursiva… se confrontan los discursos hegemónicos con una pluralidad de voces que expresan una serie de visiones tendientes a cuestionar esos mismos discursos hegemónicos” (2000: 107).

  7. Keff indica, “[u]nderstanding testimony as ‘radically inconmensurable’… with bearing witness… liberates the testimonial text, for it no longer bears the burden of representation. It can be appreciated, not as a historical document, but as a creative one, albeit one that bears the mark of the traumatic event” (2009: 47).

  8. Chabado dice, “[e]l narrador de Las cartas que no llegaron va entonces del encierro frío de la prisión, hacia ese refugio primero e insustituible que es la casa paterna para revivir una protección que sólo puede brindar el abierto amor de los padres” (2000: 83). Es decir, Chabado interpreta que en vez de recordar los momentos de horror, Rosencof opta por crear un refugio imaginario a través de la memoria, apelando a momentos de felicidad infantil y a las figuras tutelares de su padre y su hermano. El narrador de Las cartas que no llegaron dice, “yo también tenía un hermano grande, que era el que me defendía cuando nos atacaba el enemigo. Me defendió toda la vida, hasta que se murió” (2000: 12). El autor perdió a su hermano cuando este tenía 16 años. Además, a lo largo de toda la novela, el autor recuerda cómo su padre defendió a su familia, y muchas veces lo llama “soldado de los dedales” (2000: 95), que la defendió del mundo: “el dedal-escudo de sastrecillo valiente con el que nos defendiste de los gigantes del hambre y la adversidad” (2000: 95).

  9. En Memoria colectiva y políticas de olvido: Argentina y Uruguay, 1970–1990, Fernando Reati señala que “[t]ras 58 años de estabilidad democrática con el batllismo, [Uruguay], esta ‘Suiza de América’ comienza a mostrar síntomas golpistas. El pronunciamiento militar produjo desconcierto, ya que Uruguay parecía ser la versión más consumada del estado de bienestar igualitario. El hecho de que el golpe militar de 1973 se viviese aquí como un trauma a mayor escala que en el resto de los países latinoamericanos que sufrieron este mismo hecho, puede entenderse desde el propio marco legal uruguayo que garantizaba un desarrollo democrático inclusivo al alero del impulso utópico de la revolución cubana y del ideario del Che Guevara. En Uruguay este último se nucleó alrededor del Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros), el que se enfrentó al gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967–1972) en el contexto de la crisis económica post 1966. El 27 de junio de 1973, con la excusa de apaciguar el deterioro de la economía y de las instituciones políticas, las Fuerzas Armadas dieron un golpe, disolviendo las cámaras legislativas y erigiendo un presidente civil, Juan María Bordaberry (1973–1976), quien pronto intervino las universidades y colegios, los movimientos civiles y los medios de comunicación, coartando progresivamente el radio de acción de los Tupamaros (Weinstein 1988: 56). Bordaberry fue sustituido en junio de 1976 por Aparicio Méndez, quien endureció las medidas iniciadas por su predecesor. Esto se tradujo en una mayor privación de derechos políticos, en la proliferación de encarcelamientos arbitrarios y en una violación sistemática a los derechos humanos por parte del Ejército. Durante 12 años de dictadura militar (1973–1985), bajo los gobiernos de Bordaberry y Méndez, se encarcelaron a los dirigentes sindicales, se prohibió la actividad gremial a obreros y empleados, y se expulsaron a funcionarios públicos, especialmente docentes, sospechosos de poseer inclinaciones izquierdistas. El Estado militar sometió a la población ‘a un estricto sistema de control ideológico (la clasificación de cada ciudadano en tres categorías de ‘peligrosidad política’)’… privándose de derechos civiles a más de diez mil personas” (Reati 1997: 117). El crítico también añade que durante estos años: “[s]obre una población total de tres millones de uruguayos, el Servicio de Paz y Justicia estimó en 4.933 los procesados por la justicia militar, y en unos 3.700, los arrastrados sin proceso; por su parte, Amnesty International estimó en 60.000 las personas que sufrieron algún tipo de detención, las que podían durar entre unos pocos días hasta varios años. Es decir, uno de cada cincuenta uruguayos fue detenido” (Reati 1997: 117). A mediados de los años 70, Uruguay tuvo el porcentaje más alto de presos políticos por cápita en el mundo (Weinstein 1988: 56).

  10. Este párrafo es una modificación de la página 183 del artículo “La denuncia de la tortura a través de la auto-laceracion corporal y textual en Lumpérica de Diamela Eltit”, de Eun-kyung Choi.

  11. Freud también indica que el paciente “[r]epite todo cuanto desde las fuentes de su reprimido ya se ha abierto paso hasta su ser manifiesto: sus inhibiciones y actitudes inviables, sus rasgos patológicos de carácter. Y, además, durante el tratamiento repite todos sus síntomas” (1991: 153), por lo que los psicólogos no deben considerar estos síntomas como triviales.

  12. Caruth indica que “the key figures my analysis uncovers and highlights [are] the figures of “departure”, “falling”, “burning” or “awakening”… [and] in their insistence, engender stories that in fact merge out of the rhetorical potential and the literary resonance of these figures” (Caruth 1996a: 5).

  13. Este punto fue estudiado en “Cartas imaginadas…” como metáfora de las torturas. Allí indicábamos: “en Las cartas que no llegaron el trauma de los campos de concentración nazis sustituye y habla por el trauma personal del narrador del campo de concentración uruguayo” (Choi 2010: 91). Sin embargo, en dicho texto no examinamos la novela de Rosencof desde la perspectiva de la actuación y reelaboración del autor traumatizado.

  14. Colvin también indica que “[t]he sense of estrangement becomes stronger after the death of his older brother, whom he adored and who served as a kind of ‘bridge’ between Mauricio’s world and that of his parents” (2007: 46).

  15. Este juego de “Fort-da” fue insertado como una manera de explicar de alguna manera la pulsión de muerte (death drive) según el principio de placer, aunque aparentemente la pulsión de muerte parezca trabajar contra el principio de placer. Así, al principio de “Más allá del principio de placer” (1992b), Freud intentó ver la pulsión de muerte como una parte del principio de placer.

  16. Caruth también indica el juego de “Fort-da” como “repetition compulsion” (Caruth 1996b: 65).

  17. En Las cartas que no llegaron, en el sentido semejante el narrador también expresa el miedo de la partida (desaparición) de la gente. En el capítulo 1, el niño Moishe dice, “[l]os tranvías son una cosa espantosa porque se llevan a la gente y no se sabe dónde, no los ves más… Y entonces con el Fito le tiramos piedras” (2000: 19).

  18. En cada ejemplo de supervivencia el narrador ve trazos de su padre, como si este viviera, de alguna forma vicaria, en cada individuo que ha podido sobreponerse a la adversidad y sortear la muerte: “Es algún sobreviviente. Alguien que murió pero está vivo, como vos papá, cuando moriste en la guerra y retornaste andrajoso, pero retornaste, al taller de Leibu” (2000: 106).

  19. Colvin también indica la incómoda relación entre el narrador y su madre: “In response to the loss of her first-born son, their mother distances herself emotionally from Mauricio, producing feelings of inferiority, guilt and separation at the same time” (2007: 46).

  20. La palabra misteriosa subyace al relato sin ser revelada sino hasta el final de la novela: “[t]odas las palabras tienen sortilegio: algunas, misterio. Son las que esconden una llavecita que acciona sobre la memoria cuando escapan del cerco de los dientes” (2000: 130); o dice, “la palabra fue todo, fue el todo como antes, como siempre, la raíz de tu razón, la palabra entre signos que nos volvía al siempre: —¿Comiste?” (2000: 135).

  21. Y el narrador explica que ha sido posible comunicarse con la persona al Otro Lado del Muro—en la prisión—tocando la pared, pasando “los nudillos, bajito… golpe a golpe, en grupitos los golpes, y un espacio de silencio como separación” (2000: 163) y que “a cada letra se le da tantos golpes como su ubicación en el alfabeto, donde la ‹‹f›› está en el sexto lugar y así todo” (2000: 164).

  22. En el calabozo la escritura está prohibida: de ahí que la telepatía sea una forma alternativa a una textualidad imposible. Dice el narrador “Y estas son las cartas, mi Viejo, que te quise escribir desde donde escribir no se podía, y que te escribo hoy, mi Viejo, desde donde sí puedo, junto a una ventana que durante tantas eternidades no tuve, con vista a un patio, pequeño, de entre casa, donde se mezclan los racimos de glicinas y estallan los jazmines del cielo” (2000: 94). La carta es imagen mental de un referente que no puede materializarse: “que estoy acá, Viejo, sin poderte escribir, solo pensar, pensarte, pensarlos, pensarlo todo, en estos dos metros y medio por uno… pienso y te pienso y los pienso y te escribo estas líneas, Viejo, que nunca, nunca, recibiste, y que quién sabe, tal vez en algún sitio, uno nunca sabe, que nunca lo escribí pero que ahora sí te lo escribo” (2000: 112–113).

  23. Esto también sirve como prueba de que estas cartas no pueden ser escritas por los parientes, porque ellos no pueden saber si su hermano va a morir a temprana edad.

  24. Lespada también lo interpreta como una analogía que deja entrever la tortura (2009: 191).

  25. Colvin también señala que “the excess of evil that characterizes the concentration camp experience is best communicated through the use of artifice, in other words, by stimulating the reader’s imagination and putting reality into perspective in such a way that our mind becomes open to the unimaginable” (Colvin 2014: 12). También, citando a Beatriz Sarlo, Colvin indica la heterogeneidad de las voces en la literatura y su función de dar significados a las escrituras caóticas como otra razón de que la literatura es eficaz en representar el trauma: “literature’s importance as a medium capable of confronting the silence and discursive homogeneity of the government… [its] important function of creating meaning of the chaotic and traumatic experiences, to give voice to those who are otherwise unheard” (Colvin 2014: 13).

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This work was supported by the Ministry of Education of the Repulic of Korea and the National Research Foundation of Korea (NRF-2017S1A5B5A07057867).

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Choi, Ek. El registro de los rasgos psicológicos como estrategia narrativa del trauma en Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof. Neophilologus 103, 525–542 (2019). https://doi.org/10.1007/s11061-019-09603-y

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