Patricio de la Escosura (1807–1878) tuvo una larga y azarosa vida, de múltiples peripecias que plasmó en ocasiones en su obra literaria. Su existencia es asimismo reveladora de la tumultuosa historia política, social y cultural de la España decimonónica. Militar, político que ocupó varios cargos, entre ellos el de ministro de Gobernación y comisario regio en Filipinas y hombre de letras, fue una figura siempre presente a lo largo del XIX español, hasta el punto de que Galdós, con su proverbial ironía y sus dotes para la novela, lo describe así en su Episodio nacional Los Apostólicos:

El tercero, Patricio, tenía como Veguita diez y ocho años. Se le contaba por lo tanto entre los respetables. Era formalillo, atildado, de buena presencia, palabra fácil y fantasía levantisca y alborotada. Sentía vocación por las armas y por las letras, y lo mismo despachaba un madrigal que dirigía un formidable ejército de estudiantes en los claustros de doña María de Aragón. También era orador, que es casi lo mismo que ser español y español poeta. En los Numantinos asombraba por su energía y el aborrecimiento que tenía a todos los tiranos del mundo. Insistía mucho en lo de hacer trizas a Calomarde, medio excelente para llegar después a la pulverización completa de la tiranía. (Pérez Galdós, 2001:59).

Su trayectoria literaria fue larga y cultivó todos los géneros con desigual fortuna. Como dramaturgo gozó de bastante éxito en su tiempo. Escribió diecisiete obras teatrales, dramas de asunto histórico en su mayor parte, y alguna comedia. Asimismo, fue autor de Las noches lúgubres. Drama histórico del siglo XVIII, en cuatro actos, escrito en verso, traductor de dramas franceses, refundidor de obras del teatro clásico español e imitador de los modelos dramáticos de Lope de Vega y Calderón de la Barca.

Como narrador destacan sus obras, publicadas primero en la prensa, en 1843, en la Revista enciclopédica de la civilización europea, promovida por Eugenio de Ochoa y por el propio escritor. En esta revista apareció Dos desenlaces de un solo drama, que recrea una tertulia de un grupo de amigos, en la que discuten sobre si el ser humano es siempre el mismo o va variando con el tiempo y también Cuando el río suena, una novela de casi trescientas páginas que la crítica aún no ha explorado. Este relato también está enmarcado en la conversación de un grupo de amigos. Estos mismos textos se habían publicado en Madrid en El Iris, en 1841, un periódico dirigido por Francisco de Paula Mellado. Asimismo, Escosura publicó el cuento fantástico titulado Los ojos negros, cuento que parece historia o historia que parece cuento (1838), aparecido en cuatro entregas de El Panorama y es autor de la novela El Conde de Candespina (1832), de la novela histórica Ni rey ni roque (1835), de El patriarca del Valle (1846–47), de La conjuración de Méjico o los hijos de Hernán Cortés, del año 1850, y de Memorias de un coronel retirado, en dos partes, una de ellas incompleta, de 1868.

En su producción periodística tuvieron especial protagonismo los artículos sobre el teatro y su papel como crítico teatral, estudiado por Pilar Vega (2007).

En lo que se refiere a su producción poética no fue muy abundante, ya que se limitó a escribir poemas de circunstancias, composiciones de tema bélico y la obra que nos ocupará en esta intervención, el poema narrativo El bulto vestido del negro capuz, publicado en la revista El Artista en 1835.

Desde su muerte en 1878 hasta la actualidad, la figura de Escosura ha ido sumiéndose en un olvido paulatino. Dejó de ser un nombre omnipresente, académico, político, literato, conspirador, animador de tertulias literarias y colaborador en la prensa y su figura fue diluyéndose sin que se hubiera hecho justicia con sus creaciones literarias. Una monografía de Antonio Iniesta en 1958, el libro de 1989 de María Luz Cano Malagón (1988; 1989) titulado Patricio de la Escosura: vida y obra literaria y algunos artículos referidos a su producción teatral (Ribao Pereira, 2003; Schreckenberg, 2009; Ribao Pereira, 2016; Mata Induráin, 2017, Pérez Magallón, 2019, Gutiérrez Sebastián, 2021a) a su novela histórica Ni rey ni Roque (Sebold, 2002, Muñoz Sempere de 2011 y Gutiérrez Sebastián 2012), a otras obras narrativas o libros de memorias (Ballesteros Dorado, 2009, Gutiérrez Sebastián, 2015, 2018) o a su participación en la literatura de viajes (Gutiérrez Sebastián, 2019) son los principales hitos de la crítica. No podemos obviar en este repaso crítico el esencial volumen de Robert Marrast titulado José de Espronceda y su tiempo: literatura, sociedad y política en tiempos del Romanticismo (1989) en el que se trazan las líneas de la biografía de Espronceda, se estudia la huella en el poeta de la literatura europea y también se aporta información muy relevante sobre su círculo más íntimo, en el que se encontraba Escosura, que dio cuenta de su amistad con el autor de El estudiante de Salamanca en sus Recuerdos literarios, publicados en La Ilustración española y americana entre enero y abril de 1876 y analizados en un trabajo de 2015 (Gutiérrez Sebastián, 2015).

Recientemente, se ha publicado una monografía que analiza las diversas producciones literarias del autor, tras revisar el contexto histórico en el que se desarrolló su vida y después de un exhaustivo análisis de documentación inédita, como el Expediente de Escosura en el Archivo General Militar de Segovia y diversos textos, manuscritos y primeras ediciones encontrados en la Real Academia Española, en la Biblioteca Nacional de España, en la Biblioteca de Menéndez Pelayo, en el Archivo Histórico Nacional de España, así como en el Archivo de la Administración del mismo país (Gutiérrez Sebastián, 2021b).

En el camino del rescate de este escritor injustamente olvidado, merece una parada el estudio de su poema narrativo El bulto vestido del negro capuz, no solamente por su calidad literaria, sino porque es un texto cuyo análisis revela las profundas relaciones entre el romanticismo literario español y el europeo.

Esta relación entre las letras románticas españolas y europeas no ha sido asunto baladí para la crítica literaria, y ha suscitado gran cantidad de estudios. Un grupo de investigadores, fundamentalmente E. Allison Peers apuntaban al romanticismo como constante histórica de la literatura española, que es esencialmente romántica por sus raíces en la cultura del siglo de oro. Para este investigador el romanticismo español busca la libertad expresiva, rechaza las reglas y, por tanto, el neoclasicismo anterior, y se centra en la autoafirmación de la personalidad de los escritores. Las tesis del hispanista norteamericano que estableció una serie de características en el romanticismo español como el individualismo, el medievalismo, el patriotismo o el espíritu cristiano, aunque destacando la libertad como premisa esencial de los románticos españoles (Peers, 1973:40–78) fue contestada por otros investigadores como Ángel del Río, de cuya extensa refutación de los postulados de Peers nos interesa el hecho de que resalte los orígenes casi exclusivamente extranjeros, es decir, europeos, de este movimiento (Del Río, 1989: 217). En esta línea también se situán los estudios de Vicente Llorens, sobre todo su obra más señera, Liberales y románticos (1979a, 1979b), en la que examina con detenimiento las relaciones entre el romanticismo inglés y el español producidas a causa del exilio de los liberales españoles a Inglaterra en el reinado de Fernando VII. Clásico e imprescindible es también el estudio de Navas Ruiz sobre este tema (Navas Ruiz, 1982).

Asimismo, la división tradicional entre el romanticismo liberal y el conservador suponía, si seguimos las ideas de Peers, que los escritores españoles tenían distintos referentes: Walter Scott en el caso de los conservadores y Byron en el de los exaltados y rebeldes grupos de escritores románticos.

Russel P. Sebold fue el primer investigador que negó una afirmación constante en la crítica anterior: la tardía aparición del romanticismo en España. Para Sebold «el romanticismo es un fenómeno que se produce evolutivamente, lo mismo en España que en los demás países de Occidente, merced a la interacción entre la poética neoclásica y la filosofía de la Ilustración, empezando a manifestarse hacia 1770 y prolongándose, bajo diferentes variantes y paralelamente con otras tendencias literarias por espacio de unos cien años» (Sebold, 1983: 7). Este hispanista sitúa el primer romanticismo español a finales del XVIII, es un movimiento que se ve ensombrecido durante los primeros treinta años de la década de 1800 a causa de los condicionamientos políticos, y cobra fuerza a partir de 1830, por diversos factores, uno de ellos, la emigración de los liberales a Europa, liberales entre los que se encontraba Patricio de la Escosura.

En una línea de trabajo paralela a la anterior, la establecida por Sebold, y en ocasiones coincidente con ella, podemos citar las investigaciones de Derek Flitter (1995) y de Diego Martínez Torrón (1993a, 1993b, 1995). El primero de ellos insiste en la influencia en los escritores españoles de ese período de los románticos alemanes, especialmente los hermanos Schlegel, difundidos en España gracias a la labor de Nicolas Bölh de Faber, al que este investigador califica de profundo conocedor del romanticismo alemán. Martínez Torrón, por su parte, se centra en sus trabajos en el análisis del protorromanticismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Este estudioso presta especial atención a Alberto Lista, Manuel José Quintana, Juan Nicasio Gallego y José Musso y Valiente, de los que publicó numerosa documentación inédita, y demuestra la existencia de una mentalidad romántica en los años que él mismo denominó El alba del romanticismo español.

Importantes ensayos más recientes sobre el romanticismo (Argullol, 1984, Romero Tobar, 1994, Safranski, 2007, Sebold, 1983, Tollinchi, 1989,) han puesto de relieve las raíces filosóficas del movimiento romántico y en algunos casos la filiación europea de las producciones románticas españolas.

En esta misma senda de estudios reveladores que demuestren las fuentes europeas de los textos románticos españoles, si sitúa el presente trabajo, que pretende añadir un eslabón a esa larga cadena de relaciones literarias entre España y Europa en el siglo XIX.

En la línea de muchos escritos románticos publicados en Europa, de tono lúgubre, oscuros escenarios, trágicas historias, amores desgraciados, truculentas muertes y augurios y terror podemos situar El bulto vestido del negro capuz, un poema narrativo de Patricio de la Escosura que apareció publicado en 1835 en El artista, revista emblemática del movimiento romántico en España.

En esta revista publicaron textos los nombres más señeros del romanticismo español, textos que pasaron a formar parte del canon literario de nuestras letras, como por ejemplo, La canción del pirata de José de Espronceda. Fue una publicación que muchos críticos consideran una revista de «grupo», en la que la nueva generación literaria presentó su manifiesto programático, como ha señalado Rodríguez Gutiérrez:

los redactores se presentaban a sí mismos como distintos, diferenciados y opuestos a lo antiguo, como creadores de una nueva literatura, heraldos del cambio, exploradores de desconocidas rutas y guías de caminos nuevos. O al menos así querían aparecer a los ojos del público lector. Hay un general tono de manifiesto en sus páginas, de proclama, de propaganda «bélica» en su «lucha» contra los «pastores clasiquinos». Los redactores de El Artista hacen constante ostentación de su condición de creadores de una nueva literatura y por ello sacando a la luz nuevas formas, nuevos personajes, nuevas situaciones y nuevos ambientes. Para ellos era necesario encarnar en las páginas de la revista las personificaciones de esos valores románticos […]. Y por ello, los dibujantes, pintores y grabadores pretenden presentar la nueva imagen que se corresponde con esa nueva literatura y esa nueva mentalidad. (Rodríguez Gutiérrez, 2011: 451-452).

Este grupo que integraba El Artista, capitaneado por Eugenio de Ochoa, estaba formado por sus cuñados Federico y Pedro de Madrazo, hijos de José de Madrazo, pintor de cámara de Fernando VII, por Carlos Luis de Ribera, hijo de otro pintor de la corte fernandina y autor del grabado que acompañó al poema narrativo de Escosura, por José Negrete, conde de Campoalange y por Santiago de Masarnau, entre otros. Todos ellos eran jóvenes acomodados de familias bien asentadas en la estructura de poder del absolutismo de Fernando VII, aunque Escosura no pertenecía a este grupo, pues su familia seguía la ideología liberal y su padre era un militar con muchos amigos en las filas del liberalismo y con pocos bienes de fortuna. Es su única colaboración en El Artista y desconocemos las razones por las que la publicó en la revista, pese a que podamos especular que su amistad con Espronceda o con el conde de Campoalange, de quien era camarada de armas en la guerra carlista, pudieron estar entre ellas.

Sin embargo, este escritor no integró las filas de los románticos consagrados por El Artista, como lo prueba el hecho de que cinco años después de la publicación de El bulto vestido del negro capuz, Eugenio de Ochoa publicara sus Apuntes para una biblioteca de autores españoles contemporáneos en prosa y verso y siguiera desconociendo casi todo sobre Escosura. Así, en la presentación que hace del texto reeditado de El bulto vestido del negro capuz señala: «Sentimos no poder dar aquí una noticia biográfica completa de este joven y apreciabilísimo escritor: nuestros esfuerzos para obtenerla han sido inútiles.» (Ochoa, 1840: I:500).

Sorprende esta falta de datos de Eugenio de Ochoa, un literato y hombre culto bien introducido en la sociedad del XIX, pues Escosura ya había publicado diversos escritos, entre ellos su primera novela El conde de Candespina de 1832, el propio texto El bulto vestido del negro capuz en El Artista en 1835 y en ese mismo año, la novela histórica Ni rey ni roque, luego no era un escritor primerizo en el panorama literario del momento.

Sin embargo, esta falta de datos de Ochoa probablemente se deba a que pertenecían a círculos ideológicos y culturales muy distintos, ya que Patricio de la Escosura formaba parte del grupo de José de Espronceda, que desarrolló algunos años después, en 1841, la revista El Pensamiento (García Castañeda, 1968: 329–353). Son jóvenes liberales, algunos de ellos, aunque no José de Espronceda, todos formados por Alberto Lista, conspiradores contra el absolutismo, mucho más revolucionarios que los escritores del grupo de El Artista en sus fórmulas literarias y dispuestos a la experimentación con todo tipo de nuevas obras. No es casualidad que en este grupo se encuentren algunos de los más extravagantes escritores románticos, como Miguel de los Santos Álvarez, a quien Espronceda cita al principio de El canto a Teresa, o Antonio Ros de Olano, al que muchos críticos consideran como precedente del Surrealismo, además de Gabriel García Tassara, poeta exponente del satanismo romántico, o José García de Villalta, un diletante cuya obra es aún poco conocida.

El bulto vestido del negro capuz consta de cinco partes en las que relata de forma fragmentaria la peripecia. La primera parte, «El caminante», cuenta la llegada de un misterioso personaje vestido de negro en una noche de tormenta a un castillo. En la segunda, titulada «La prisión», recoge el diálogo de dos condenados a muerte, luchadores por la libertad y héroes románticos: el obispo Acuña y el comunero Alfonso García. La tercera parte, «El soldado», presenta al caminante que pretende entrar en el castillo convenciendo al centinela que finalmente se compadece de él. La cuarta parte, «La trova», nos ofrece una escena en el interior del castillo en la que el verdugo se ufana de que va a dar muerte a Alfonso García, el líder comunero, y el caminante, que dice ser trovador, canta una triste trova, en copla manriqueña, copla que rompe el ritmo del resto del poema, escrito en serventesios dodecasílabos. La quinta y última parte, titulada «El beso», cuenta el final de la historia: el trovador es, en realidad, Blanca, la enamorada de Alfonso que se lanza a dar el último beso a su amado en el momento fatal en el que el hacha del verdugo cercena las cabezas de los dos enamorados. Un final efectista que encaja totalmente con un modelo de cuento que con posterioridad definió Boris Eichambaun basándose en el estudio de los cuentos de Edgar Allan Poe: «en el cuento todo tiende hacia la conclusión. El cuento debe lanzarse con impetuosidad, como un proyectil de un avión para golpear con su punta y con todas las fuerzas el objetivo propuesto.» (Eichambaun, 1980:151).

La repercusión de este poema de Escosura fue grande, y se publicó repetidas veces a lo largo del siglo XIX: en 1843 en El Álbum pintoresco universal, en el año 1857 en una antología de autores españoles que salió a la luz en Alemania, Cuadro de la literatura en obras de prosa y poesía de escritores castellanos en el siglo XIX, editada por Frederick Booch-Arkossy, Leipzig, Brockhaus y en 1878 en la revista La Academia.

Sin embargo, pese a ser una obra muy reeditada, muy citada y que tuvo influencia en muchos poetas posteriores, como por ejemplo en el poema El sayón (1836) de Gregorio Romero Larrañaga, no ha recibido la atención crítica que merece.Footnote 1

Desde el punto de vista formal, se trata de un cuento en verso, un género que se desarrolla con gran fuerza en el romanticismo y que llevarían a su máximo esplendor Espronceda en El estudiante de Salamanca (1840) y Zorrilla con las Leyendas, que comienza a publicar en el mismo año de 1835. En su composición, el relato está divido en cinco escenas, en las que se ofrece una situación ante un lector que es más un espectador de los hechos narrados, pues hay en el texto un fuerte influjo del teatro romántico. Resulta lógica esta influencia, pues en el momento de composición del poema, las grandes obras teatrales del Romanticismo están cosechando muchos éxitos y para los jóvenes románticos el teatro es la máxima manifestación de la literatura, el género supremo en el que todos quieren tener éxito. A Escosura le sirve el recurso de presentación casi teatral de los hechos narrados para procurar aumentar el dramatismo de los mismos, pues adquieren mayor patetismo a ojos de lector si este puede ver casi directamente a los personajes de las cinco escenas y no a través de la mirada o filtro de una voz narradora, que, si bien existe, se desdibuja para presentar en primer plano y a través de muchos diálogos a los sufrientes y heroicos protagonistas del poema.

En esta composición narrativa se presentan dos elementos fundamentales: la tradición española con el tema de los Comuneros como representantes de la lucha contra la tiranía y, en segundo lugar, los principales tópicos literarios románticos, muchos de ellos presentes en el imaginario romántico europeo, explícito en la literatura francesa, inglesa y alemana que quizá había conocido Escosura durante su exilio en Francia y que ahora tenía oportunidad de volcar en las páginas de una revista que se estaba dejando llevar por la oleada romántica europea.

Entre los tópicos, escenarios y personajes románticos europeos que se recrean en El bulto, hemos de destacar el desarrollo del relato en uno de los escenarios más reiterados en el romanticismo europeo y español, el castillo. Se desarrollan en un castillo obras como El castillo de Otranto de Horace Walpole, en una fecha tan temprana como 1764, Ivanhoe (1819) o La novia de Lamermoor (1819) de Walter Scott, que presenta sus novelas en castillos que acaban convirtiéndose en elementos fundamentales de la trama. Asimismo, Schiller en Los bandidos (1781), Lord Byron en El prisionero de Chillon (1816), Alfred de Vigny en Cinq-Mars (1826), Víctor Hugo, en el acto III de Hernani (1830) y Edgar Allan Poe en Metzergenstein (1832) convierten al castillo en escenario imprescindible de sus relatos. En España, en 1835, en el mismo año y en la misma revista que el poema de Escosura que estamos analizando, aparece El Castillo del Espectro de Eugenio de Ochoa y a partir de ese momento, los escenarios de los castillos se multiplican en la literatura española, especialmente en las novelas románticas del período. En Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar de Espronceda, en El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco, novela de la que el castillo del Conde de Lemos es parte fundamental, en El Doncel de Don Enrique el Doliente, de Larra, en la que la escena final de la muerte de Macías y la locura de Elvira se desarrollan en el castillo del Marqués de Villena y en otros muchos textos publicados en la prensa de las décadas de los 30 y los 40 del siglo, el castillo es un elemento recurrente. También en relatos breves está presente la ambientación en este tipo de escenarios, como sucede en El Castillo de Monsoliu de Pablo Piferrer, publicado en El Vapor, en 1837, en El Castillo de Marcilla de Francisco Navarro Villoslada, editado en El Semanario Pintoresco Español en 1841, El Castillo de Gauzón de Nicolás Castor de Caunedo, en la misma revista, en 1844, en El Castillo de Tancarville de José Heriberto García de Quevedo, editado en El Renacimiento en el año 1847 o El Castillo de Salobreña de Ildefonso A. Bermejo, en El Museo de las Familias en 1849. En los grandes dramas románticos no faltan tampoco castillos como es el caso de El trovador (1836) de García Gutiérrez, obra que transcurre en su mayor parte en una torre de la Aljafería de Zaragoza (Rodríguez Gutiérrez, 2004).

El castillo de Simancas, escenario del poema de Escosura, se presenta con todos los elementos que hicieron de El castillo de Otranto uno de los grandes éxitos de la literatura europea de los años finales del XVIII y principios del XIX. Un caminante solitario llega una noche tormentosa a la tenebrosa fortaleza en la que no faltan relámpagos, truenos y cuervos entonando su lúgubre canto:

Del ave nocturna la voz agorera

de encima el castillo se deja escuchar

relámpago rojo, con luz pasagera

las densas tinieblas haciendo cesar. (Escosura, 1835:208).

La fortaleza es grande, oscura, laberíntica, llena de escondites y calabozos. Puede ser una prisión de donde escaparse, un lugar al que acudir al rescate de un prisionero, o incluso una trampa para atrapar a los incautos. Esa misma oscuridad y misterio lo convierten en adecuado para servir de escenario a historias de espíritus y de fantasmas. Misterio y oscuridad que hacen que igualmente pueda ser teatro de grandes y horribles crímenes, de reencuentros y venganzas. En el oscuro castillo puede representarse todo lo lúgubre, misterioso y sombrío que tanto complace al gusto romántico:

La parte baja del castillo estaba recorrida por varios claustros intricados y no resultaba fácil para alguien tan ansioso dar con la puerta que se abría a la caverna. Un terrible silencio reinaba en aquellas regiones subterráneas, salvo, de vez en cuando, algunas corrientes de aire que golpeaban las puertas que ella había franqueado y cuyos goznes, al rechinar, proyectaban su eco por aquel largo laberinto de oscuridad. Cada murmullo le producía un nuevo terror… (Walpole, 2018:17).

Escosura se recrea en la descripción de la entrada del castillo, tenebrosa y custodiada por un centinela que, como el verdugo que posteriormente aparecerá en el texto, se presenta como representación del mal:

La noche era entrada, lluviosa y oscura.

Un trueno a otro trueno contino seguía.

Velando, cubierto de fuerte armadura,

la noche un soldado feroz maldecía.

El puente guardaba, la puerta y rastrillo,

con fuego y espada y agudo puñal.

Ninguno a llegarse se atreva al castillo,

o tema aquel brazo probar en su mal. (Escosura, 1835: 209).

Para los románticos españoles este espacio evoca el romanticismo europeo y sobre todo las leyendas alemanas y nórdicas, tal como nos dice el principio de otro cuento de Eugenio de Ochoa, publicado también ese mismo año de 1835 en El Artista. Se trata de Luisa, una versión española de la celebérrima balada alemana Lenore (1773) de Gotfried August Bürger:

El país de las aventuras misteriosas, la patria de las sílfides y de las ondinas, el suelo predilecto de los encantadores y las magas es la Alemania, la triste la nebulosa Alemania. Sus bosques tan antiguos como el mundo, tan negros como el infierno, son asilo de infinitos duendes y fantasmas; las orillas de sus anchos lagos, cubiertos de una cenicienta y espesa neblina, están erizadas de fuertes castillos feudales, teatros todos de las más prodigiosas aventuras ¿Y qué mucho?... En todos ellos reside alguna poderosa maga, ya fije su mansión entre los pilares de sus góticas capillas, ya en sus revueltos subterráneos, ya entre sus desiguales almenas, ya en el húmedo panteón donde duermen con eterno sueño en sus tumbas de piedra los antiguos señores del castillo. (Ochoa, 1835: II: 40).

Otro de los grandes escenarios del romanticismo europeo es la prisión, la celda. En las desasosegantes escenas que Mathew G. Lewis hace vivir a los lectores de El Monje (1796), la celda se convierte en protagonista, en instrumento de tortura y es una máquina infernal en El pozo y el péndulo (1842) de Edgar Allan Poe y un lugar de tortura psicológica en las celdas del manicomio que Charles Robert Maturin hace vivir a los lectores en Melmoth el errabundo (1820). También la cárcel se convierte en el ambiente perfecto para que los desgraciados héroes románticos conmuevan al lector, como sucede en las fascinantes escenas de El conde de Montecristo (1844) en las que Edmundo Dantés conoce al Abate Faria en la prisión del Castillo de If. En este caso, como en otros, castillo y prisión son un único escenario. Tal es el caso de dos obras que antes hemos citado: Los bandidos de Schiller y El prisionero de Chillon de Byron. Lo mismo que ocurre en El bulto vestido del negro capuz. Lo mismo que ocurrirá, tan solo unos meses después de la publicación del poema de Escosura, en la torre de la Alfajería en la que muere Manrique, el protagonista El trovador de García Gutiérrez. Pero antes de producirse el éxito del drama que dio lugar a la ópera de Verdi, ya Escosura nos había presentado en su poema el diálogo en la celda de los dos condenados a muerte en la que el obispo Acuña, sereno, sabio y reposado, como el abate Faria, adoctrinaba a Alfonso García, tan joven e impetuoso como era Edmundo Dantés antes de convertirse en el Conde de Montecristo:

Acuña, el obispo, patriota esforzado,

aquel que al tirano no quiso acatar

el cuerpo de indignas cadenas cargado

cual cumple a los libres acaba de hablar.

En pie, silencioso, con aire abatido,

mancebo, que apenas seis lustros cumplió,

le escucha; y responde con hondo gemido,

que el eco en la torre fugaz repitió. (Escosura, 1835: 209).

En cuanto a los personajes que Patricio de la Escosura utiliza para narrar esta historia destacan tres: el condenado a muerte, el verdugo y el rebelde.

Respecto al primero de ellos, el condenado, nos ofrece Escosura las palabras del diálogo entre Acuña y el joven Alfonso para mostrar al personaje que va a ser próxima e injustamente ejecutado, que no teme a la muerte y que, como cualquier romántico, antepone el amor a todo tipo de sentimientos:

«Tan bravo en las lides» Acuña le dice, «Tan bravo y cobarde tembláis al morir…» «Teneos, obispo: muriendo es felice quien solo en cadenas espera vivir. Morir es más dulce que ver, como he visto, caer a Padilla y a ciento con él. Yo burlo la muerte, mas ¡ay! no resisto de amor a los tiros, fortuna cruel.» (Escosura, 1835:209).

Los condenados a muerte y los verdugos son personajes a los que el romanticismo europeo vuelve una y otra vez. Schiller, obsesionado con este tema, repite este asunto refiriéndose a las celdas donde los prisioneros esperan su fatal destino.Footnote 2 Además de la obra de Schiller, Escosura probablemente conoció El último día de un condenado a muerte (1829) de Víctor Hugo, obra que sacudió los cimientos sobre la pena capital de la moral europea. Pero antes de la obra de Hugo, Byron ya había publicado las historias en primera persona de dos condenados: la del prisionero de El castillo de Chillon, que antes hemos citado y la de Leila, la desgraciada narradora de El Giaour (1813). Es bastante probable que todas estas lecturas y personajes estuvieran en la mente de Escosura cuando redactaba las páginas de este poema narrativo.

Tampoco podía faltar en el texto de Patricio de la Escosura la recreación del verdugo encargado de ajusticiar al joven Alfonso. Es un personaje habitualmente pintado con las más negras tintas, necesario para mantener el orden social, pero repudiado por la propia sociedad. En este poema, aparece caracterizado como brutal y satánico y sus rasgos contrastan y hacen resaltar la figura angelical de la muchacha escondida bajo el disfraz del capuz:

Un hombre con ellos de pardo vestido

hercúleas las formas, de rostro brutal,

los ojos de tigre, mirando torcido:

parece ministro del genio del mal.

Al pie de aquel hombre se ve suspirando

el rostro de un niño, de un ángel de luz:

verdugo, el primero que estamos mirando;

el otro es el bulto del negro capuz. (Escosura, 1835:210).

El verdugo se caracteriza por tanto en función de su oposición al ángel/mujer que viene a redimir a otro de los personajes, el rebelde.Footnote 3 En este caso es Alfonso García, «famoso caudillo/que de Comuneros en Toledo fue.» (Escosura, 1835:211). Como todos los héroes románticos, Alfonso es rebelde ante el poder, ante Carlos I, quien representa la figura del tirano contra el que los desgraciados comuneros se alzaron en armas. Patricio de la Escosura está retomando un tema que pocos años antes había plasmado Francisco Martínez de la Rosa en su tragedia neoclásica La viuda de Padilla (1818) y que será un reiterado en varias composiciones literarias del romanticismo español.

Finalmente, un aspecto de interés es que el poema dio pie a una ilustración exenta de Carlos Luis de Ribera, que llegaría a ser un excelente pintor y que es el autor de veinte de las ilustraciones que aparecieron en El Artista. Era práctica habitual de la revista incluir litografías. En unos casos se trataba de retratos de escritores y en otros de ilustraciones que se referían a los textos literarios publicados. Para acompañar al poema de Escosura, el pintor, recogiendo el espíritu lúgubre del texto y su momento climático, recrea una imagen en cuya parte superior aparece el verdugo con el hacha en la mano a punto de iniciar la decapitación del protagonista. De espaldas al espectador se presenta la joven vestida con el negro capuz, de la que aún no conocemos su identidad, y a la izquierda de la imagen se dibuja al joven comunero y al obispo que van a ser ajusticiados. La ambientación en lo que parece ser una iglesia, el detallismo de las vestimentas, los pliegues, los juegos de claroscuros y la actitud desafiante del ajusticiado que mira al verdugo son elementos del imaginario romántico que el pintor recrea en su litografía.

En definitiva, El bulto vestido del negro capuz encarnó a la perfección las características más destacadas del espíritu romántico y su influencia posterior fue mucho mayor de lo que hasta el momento ha señalado la crítica. Formalmente la división en escenas, la economía de medios narrativos que es a la vez rica en sugerencias, la plasticidad visual de las escenas y la riqueza. vivacidad de los diálogos presentados, tal como Espronceda hará tiempo después en el canto III de El estudiante de Salamanca y un final climático que deja suspenso e impactado al lector, se aúnan en un poema métricamente bien construido y que al mismo tiempo es capaz de revelarnos el patetismo de la historia narrada. Sin duda, la literatura romántica europea fue la fuente de las formas literarias adoptadas, que adaptó a un tema histórico español, el de los Comuneros, poniendo de manifiesto la versatilidad que vertebra gran parte de las producciones literarias hispánicas.