Introducción

La sirena negra de Emilia Pardo Bazán tuvo una buena recepción crítica cuando se publicó en 1908. La crítica coetánea alabó la modernidad de la obra y la consideró la consolidación de la nueva “manera espiritual” de su autora, en palabras de Andrenio.Footnote 1 En este sentido, destacaron particularmente la construcción psicológica de su protagonista, Gaspar de Montenegro. La preponderancia de este “dandy neurótico”, como lo denominó Cristóbal de Castro (1908), motivó la siguiente reflexión de Gómez de Baquero:

Entre paréntesis, haré notar que en esta novela las heroínas, las mujeres, salvo Rita, figura apenas esbozada, son vulgares, tienen un alma transparente y lógica sin honduras ni sinuosidades, mientras que los caracteres masculinos son de fuerte relieve, y tienen algo, o mucho, de extraordinarios. La psicología de La sirena negra no es una psicología feminista (1908c, 175–176).

A pesar de que esta afirmación resulta desconcertante ante una autora como Emilia Pardo Bazán, nunca ha sido discutida. De hecho, La sirena negra constituye una de las pocas novelas de la autora gallega que no ha recibido atención por parte de los estudios de género. Por otro lado, muchos de los trabajos dedicados a la obra (Hemingway, 1972, Bradford, 1978, Clemessy, 1981, Sotelo Vázquez, 1993; Patiño Eirín, 2000; Thion, 2012)Footnote 2 se han centrado en reivindicarla como un ejemplo del gran movimiento literario europeo finisecular, en el que se amalgaman las diversas respuestas estéticas nacidas ante la denominada crisis del fin de siglo (espiritualismo, decadentismo, simbolismo, modernismo…). Para ello, han mostrado las coincidencias formales y temáticas con estas tendencias. Pese a la incuestionable relevancia de esta aproximación, el no problematizar la inclusión de la obra en un marco tan amplio ha podido repercutir en su valoración crítica. Al primar los criterios formales, se homogeneizan discursos ideológicos dispares, de modo que se refuerzan los dominantes mientras se silencian las resistencias y desviaciones. En este sentido, La sirena negra se ha insertado en un discurso subversivo en cuanto a las convenciones burguesas, pero predominantemente androcéntrico, como resaltó Gómez de Baquero.

Con la intención de aclarar alguna de las posibles paradojas que encierra la novela y reivindicar su singularidad en el panorama literario finisecular, este artículo examina La sirena negra desde una perspectiva de género, en relación con los discursos coetáneos sobre la biopolítica de la Restauración, la degeneración nacional y el debate entre ciencia y religión. El análisis desde este enfoque muestra la especificidad de la obra, incluso en relación con los modelos franceses más cercanos, así como el giro que representó esta última narrativa en la novelística de doña Emilia, coherente en todo caso con la ideología de la autora.

“Acaso no divierta ni sea entendida”

Como señalé en una ocasión anterior (Bardavío Estevan, 2020, 228), a la hora de abordar el estudio de las últimas novelas de la escritora gallega debe atenderse a su participación simultánea “en universos sociales variados y en posiciones diferentes dentro de ellos” (Lahire, 2004, 54–55). Esta pluralidad permite comprender la trasformación estética de la autora en la primera década del siglo XX, frente a las reticencias que mostró hacia las corrientes finiseculares en los años anteriores al cambio de siglo. Entre 1880 y 1898, Pardo Bazán repitió en varias ocasiones su atracción por el simbolismo, el decadentismo o la novela psicológica francesa, pero encontraba dos inconvenientes en ellos.Footnote 3 Primero, se caracterizaban porun excesivo intelectualismo y una exquisitez formal, apropiados para la decadente sociedad francesa, “rabiosamente pesimista” y dominada por la “melancolía de fin de siglo”, pero del todo inadecuados para la española, “en una racha de serenidad y alegría” (1890, 174). Segundo, recelaba de la religiosidad que manifestaban algunas de estas obras finiseculares:

No me fío sin embargo. La moralidad y la religiosidad que no descansan en fe sólida, sencilla, una y eterna, se las lleva pateta muy pronto. Estos arrepentimientos y ascetismos de fin de siglo son puramente el fenómeno tan conocido de los calaveras: la náusea de la materia al día siguiente de alguna desenfrenada orgía (1891b).

Ni el elitismo ni el espiritualismo sensual o redentor del decadentismo se ajustaban al proyecto literario realista, comprometido con la construcción y el sostenimiento del Estado-nación moderno (Labanyi, 2011, 18–22), por el que tan activamente estaba trabajando Pardo Bazán.

Sin embargo, en el cambio de siglo confluyeron en España una serie de acontecimientos políticos, sociales y literarios que influirían en la reconsideración de estas corrientes por parte de la escritora gallega (Bardavío Estevan, 2020, 231). Por un lado, la pérdida de las colonias en 1898 supuso tanto la crisis definitiva del sistema de la Restauración, como el cuestionamiento de la idea de nación planteada hasta entonces. Durante los años inmediatos al Desastre, Pardo Bazán abogó por la regeneración de España a través de la educación y el cambio del sistema político. En ese proceso reivindicó asimismo la relevancia de incorporar a la mujer como ciudadana activa para asegurar la construcción de una nación fuerte (Burdiel, 2019, 415, 479). Sus intervenciones a través de artículos, ficciones y conferencias demuestran ese compromiso.Footnote 4 Sin embargo, la falta de reacción ciudadana y la inmutabilidad política debieron desengañar a la autora.

Durante la década de los noventa ya había mostrado ciertos recelos respecto al público español. Precisamente en sus reflexiones sobre la literatura finisecular francesa, Pardo Bazán había lamentado la falta de lectores capaces de comprenderla. Así, en su estudio sobre las novelas de Édouard Rod, señalaba que estas requerían “personas refinadas y cultas” (1898, 78); sin embargo, como afirmó en su comentario a El Fuego: “No existe aquí esa ancha zona intelectual, donde prenden y se propagan las doctrinas, y encuentra lectores un pensador poeta capaz […] de ser foco y filtro a la vez de ciertas ideas de su tiempo” (1900a). Su desilusión posiblemente se incrementó ante la mala recepción de algunas de sus propias novelas y obras teatrales (Patiño, 2000: 397; Burdiel, 2019, 457). Por último, la apatía e indiferencia de la ciudadanía ante la crisis que sufría la nación, y que había denunciado la autora en más de una ocasión (1899a; 1899c), debió agravar ese distanciamiento. Posible prueba de ello fue, por ejemplo, que no continuara con El Niño de Guzmán (Bardavío Estevan, 2020, 231).Footnote 5

En el terreno literario, Pardo Bazán, siempre atenta a las innovaciones y tensiones del campo, había percibido cómo los escritores modernistas habían escalado posiciones rápidamente desde 1901, consolidando su discurso. Por ello, en 1904 afirmaba que “la nueva generación” resultaba “en su conjunto, superior a lo que hasta el día ha producido” (1904, 270), y calificaba su obra como “documentos exactos y útiles para fijar y definir el estado del alma de tantos intelectuales españoles al albor del siglo XX, después de la vergüenza y dolor de nuestros desastres, en la incertidumbre de nuestro porvenir” (1904, 263). Constataba así la crisis definitiva de aquel proyecto moderno al que había dedicado buena parte de su obra, y descubría en la propia sociedad española esa decadencia y pesimismo que años antes había percibido en la francesa (Bardavío Estevan, 2020, 232).

Emilia Pardo Bazán, excelente conocedora del desarrollo de las letras francesas, había observado el triunfo del roman psychologique de autores como Paul Bourget, Édouard Rod, Pierre Loti o Anatole France.Footnote 6 De acuerdo con Rémy Ponton, el éxito de esta novela se produjo durante el reajuste del campo literario francés ante la crisis de la prosa naturalista. En esos momentos, el capital simbólico que tenía la poesía facilitó que los poetas decadentistas y simbolistas, pese a su postura contestataria, lograran consolidarse en el campo literario y legitimaran su estética. Frente a esta poesía subversiva, los autores mencionados anteriormente, todos ellos hombres moderados de origen burgués, vieron en la narrativa la forma de consagrarse. Por un lado, la prosa los distinguía de los poetas; por otro, debían diferenciarse del modelo naturalista. Para lograrlo, se apropiaron del lenguaje simbolista y decadentista, pero lo reelaboraron de acuerdo con su ideología conservadora. De este modo, crearon un discurso que se ganó rápidamente el apoyo de los sectores tradicionalistas de la academia francesa (Ponton, 1975). Este fenómeno francés posiblemente inspiró a la autora gallega, dado que le permitía adecuar su literatura tanto a la nueva situación del campo literario español como al clima social que percibía, sin traicionar su ideología (Bardavío Estevan, 2020, 232).

Tras La Quimera (1905), primera muestra del giro que estaba dando a su producción novelística, doña Emilia confesaba epistolarmente a Blanca de los Ríos en 1907:

Escribí parte de la Esfinge; pero ahora la interrumpí y me puse a trazar de una sentada La sirena negra, novela no muy extensa […]. Esas tres novelas enlazadas con La Quimera son una sola cosa, aunque sean distintos personajes […]. Nacieron a un tiempo en mi pensamiento. Son La Quimera, La sirena Rubia, La Esfinge, La sirena negra y acaso, si tengo paciencia, El Dragón. Ignoro si la sufrirá bien el lector pío. La sirena negra, a mi parecer, va ‘jondita’, pero acaso no divierta ni sea entendida (Freire y Thion 2016, 166).

Sus palabras revelaban que era consciente de las dificultades que iba a despertar su nueva novela entre amplios sectores de su antiguo público. Sin embargo, en carta a López Ballesteros, afirmaba que la incomprensión no le preocupaba, porque con el “ciclo de los monstruos”, como se refería a este conjunto de novelas (Sotelo Vázquez, 2006, 206), pretendía reflejar:

un estado de la conciencia contemporánea. Dice V. que nos pondrán en entredicho las gentes vanas y sensatas. Si la vanidad y la sensatez son algo diferente del acorchamiento y el agarbanzamiento, poco tenemos que temer. Nuestra generación está enferma de veras, desequilibrada y devorada por la concupiscencia. En el fondo de los grandes trastornos sociales y de las inquietudes de todo género, no hay si no eso: afán de goce, imposibilidad de dicha… por falta de resignación. Al menos yo me lo figuro así. Siento a mi alrededor el torbellino de tantas ansias, negaciones y soberbias. Del Mal, en resumen.

¡Si saliese de todo esto un movimiento franciscano! Los grandes misticismos son hijos de los grandes desencantos y dolores (Sotelo Vázquez, 2006, 212).

Pardo Bazán descubría entre sus compatriotas esa melancolía finisecular que había apreciado en la sociedad francesa más de una década antes. En buena parte de la producción literaria anterior a este ciclo novelístico había mostrado indirectamente una confianza en la biopolítica del Estado, en su capacidad para controlar y regular los procesos vitales del cuerpo social (natalidad, mortalidad, longevidad, enfermedad).Footnote 7 De acuerdo con Foucault (2000, 2005), esa tecnología requería una documentación, clasificación y descripción de los comportamientos privados que afectaban al cuerpo social para poder controlarlos. La novela realista-naturalista en España había contribuido a esa vigilancia mediante la representación de la intimidad burguesa (Labanyi, 2011, 90).Footnote 8 Sin embargo, el aumento de la inestabilidad social y la constatación de la degeneración racial que a ojos de muchos demostraba el fracaso colonial,Footnote 9 descubrían que esa labor resultaba insuficiente. De acuerdo con las palabras de Pardo Bazán, la enfermedad era de carácter moral, no fisiológica, de modo que la labor que los higienistas y sociólogos habían emprendido desde los años ochenta en España no resultaba suficiente, del mismo modo que la novela realista-naturalista había perdido su sentido. Prueba de la falta de eficacia de la biopolítica de la Restauración era la élite social que, pese a la progresiva mejora de su bienestar, al encontrarse desprovista de asideros espirituales, como consecuencia de la generalización del racionalismo positivista, se encontraba “devorada por la concupiscencia”, que trataba de saciar a través de experiencias cada vez más desestabilizadoras para el orden social. Pardo Bazán se posicionaba así ante el conflicto entre moral y ciencia derivado de la secularización de las sociedades modernas. Para restaurar el orden había que reinculcar en la sociedad civil, de quien dependía el buen funcionamiento del conjunto social, los valores espirituales que la modernidad había socavado. Esto es, introducir mecanismos autorreguladores de lo privado que facilitaran el buen funcionamiento del organismo social. Para Pardo Bazán, estos debían basarse en la religión católica porque, como indica Isabel Burdiel, constituía una “parte irrenunciable de la identidad nacional española; un elemento de cohesión social […] y un vínculo ético entre las élites dirigentes y el pueblo en el camino hacia el progreso” (2019, 164). En resumen, el catolicismo funcionaba como un mecanismo de autocontrol y engarzaba orgánicamente los distintos componentes del cuerpo social. El discurso de Pardo Bazán conectaba con el pensamiento de sociólogos como Émile Durkheim, para quien la religión establecía una moral reguladora que resultaba imprescindible para mantener la cohesión social. Solo una autoridad moral suprapersonal de origen sacro podía lograr “el sacrificio de las pasiones e inclinaciones individuales” (Vázquez García y Moreno Mengíbar, 1997, 18). Paul Bourget también había caracterizado como anárquico el espíritu de la época porque no había “ninguna hipótesis suprema que armonice todas las demás y se imponga íntegra” (Bourget, 1893, 15). Doña Emilia partió, precisamente, del modelo literario de la novela psicológica encabezado por el autor francés, que se había apropiado de la nueva estética finisecular para ofrecer una vía de “reintegración social, de […] reacomodación del individuo al sistema” a través de la reeducación moral (Oleza, 1990, 81, n. 11).

“Nuestra generación está enferma”

La Quimera ya había planteado modelos del decadente finisecular, exquisito y degenerado mediante los personajes de Silvio Lago y Espina Porcel, y la religión como vía de regeneración y equilibrio personal, encarnada en Clara Ayamonte y Minia Dumbría. Sin embargo, todavía se trataba de una novela de artista, prototipo del personaje excéntrico y marginal.Footnote 10La sirena negra, en cambio, se detiene en un miembro de la aristocracia, Gaspar de Montenegro, que se ajusta al modelo de dandi decadente: elitista, ultrarrefinado, esteta, diletante, pesimista y antisocial.Footnote 11 Emulando las novelas de Paul Bourget, esas “obras maestras de relojería intelectual” (1889, 280), como las definía Pardo Bazán, el relato sumerge al lector de principio a fin en la introspección psicológica del protagonista-narrador. De este modo Pardo Bazán trasciende la representación de la vida privada dominada por un narrador omnisciente, propia de la novela realista-naturalista, para adentrarse en la psicología del personaje, donde reside la mencionada enfermedad de su generación.

Desde el inicio, Gaspar se define a sí mismo como un “meditativo sensual” (8) con un invencible “miedo a la acción” (12).Footnote 12 Su misantropía y rechazo de la mundana vulgaridad están acompañadas por una profunda atracción por la muerte. Esta fascinación lo vincula con los protagonistas La course à la mort (1885), Le sens de la vie (1889) o Le Dernier Refuge (1896), de Édouard Rod, ejemplos también de novela psicológica. Gaspar la percibe como el único medio para satisfacer sus anhelos insaciables: “Morir, sí… ¿Quién ha pensado en otra cosa? Es lo único que puede realizar mi destino, lo único que colmará de una vez mis afanes infinitos, mis nostalgias sin forma y sin nombre” (242). En los momentos en los que su pulsión de muerte es más intensa, el personaje la visualiza en forma de sirena, monstruo escogido para dar título a la obra. La sirena, símbolo del erotismo femenino capaz de destruir al hombre, esconde el miedo masculino a la sexualidad de la mujer. Esta ansiedad se exacerbó a lo largo del siglo XIX conforme la mujer ganaba terreno en el espacio público y, por tanto, la posibilidad de desenvolverse en libertad, también en el terreno sexual. Como ha estudiado Bram Dijkstra, este temor explica la profusión de sirenas representadas en la pintura y literatura de la época,Footnote 13 así como las histéricas y adúlteras que poblaron las novelas realistas. La novela de Pardo Bazán, sin embargo, invierte el foco para centrarse en el hombre y constatar que esa construcción era una proyección varonil deformadora de la realidad.

Gaspar convierte ese miedo a la sexualidad de la mujer en una aversión hacia el cuerpo femenino, que idealiza en forma de sirena siniestra (negra), al tiempo que transforma su deseo erótico en pulsión de muerte. El propio personaje establece la conexión:

En mi mocedad verde y cruda todavía, la mujer era otra cosa bien diferente de aquella criatura de misterio [la sirena] que me arrojaba una mirada magnetizadora; que me invitaba a la sombra y a la paz ya nunca turbada. La mujer, tal cual yo la conocía, en aquel momento, ¡qué náusea provocaba en mí! ¡Qué vaho de matadero, qué tufo de carnicería, qué emanaciones de estercolero asociaba a su impura imagen! En cambio, la del agua, la que me llamaba sin voz, la toda mirar, la toda callar... ¡con qué sugestión de olvido y de reposo me ofrecía sus invisibles brazos, enredados en las algas oscilantes del lecho del río! (114–115).

Esta concepción de la mujer derivaba en buena medida del discurso científico que consideraba que el cuerpo femenino, por su condición maternal, estaba “marcado por la función sexual, […] tiranizado por el útero, verdadero ‘cerebro de la mujer’, según recordaba el influyente tratado ginepatológico del granadino Gómez Pérez y repetían […] higienistas como Monlau y Santero” (Vázquez García, 2010, 3). Gaspar, hombre culto y educado científicamente, habría desarrollado una fobia hacia la fisiología femenina, causándole un comportamiento sexual desnaturalizado.Footnote 14 Si la obsesión por la muerte encarnada en la sirena constituye el motivo principal de la novela, como se advierte desde el título, y esta esconde en realidad la represión del deseo erótico ante una relación patológica con la mujer, el análisis de la sexualidad y el género del protagonista desvelará las claves de la obra. Por tanto, la problemática subyacente al comportamiento “amoral” (o “anómico” en términos de Durkheim)Footnote 15 del protagonista puede descubrirse a través de su sexualidad, que, como evidenció Foucault, constituye lo más íntimo del individuo y, por eso mismo, lo más trascendente para el control del cuerpo social.

Para representar ese estado de conciencia enfermo y poder conocer los aspectos más privados del personaje, Pardo Bazán permite que el protagonista revele su intimidad ante el lector convirtiéndolo en el narrador en primera persona del relato. Joyce Tolliver se refiere a esta estrategia narrativa de la autora como ventriloquía, puesto que consiste en “an act of speech that hides its sources and throws itself, disembodied, into the bodies of others” (1998, 292). Gaspar, entonces, es el encargado de construirse a sí mismo y a los otros personajes, lo que refuerza su configuración como dandi, figura que encarnaba la crisis finisecular precisamente por mostrar que la identidad humana constituía “a matter of self-construction” (Feldman, 1993, 13). La performance de estos personajes revelaba así su artificialidad y cuestionaba los comportamientos naturalizados (Butler, 2007). Como ha estudiado Felsky (1995, 95), el mejor modo de representar la crisis finisecular en literatura era a través del sujeto masculino feminizado. Gaspar se desvía de la masculinidad burguesa, por un lado, en su gusto por el consumo, el lujo, las comodidades domésticas, y su preferencia por recluirse en el espacio privado: no solo por apartarse de la actividad pública, sino por mostrar una gran capacidad de gestión doméstica tanto en el “hotel” que adquiere, como en su traslado a la casa familiar de Portodor.Footnote 16 En las obras de Pardo Bazán, las alternativas en los comportamientos de género respecto a la normatividad burguesa son frecuentes tanto en personajes femeninos como masculinos; pensemos, por ejemplo, en “La mayorazga de Bouzas” (1886) o en Mauro de Memorias de un solterón (1896).Footnote 17 Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en La sirena negra, las narraciones mencionadas normalizan estos comportamientos orientando las relaciones sexoafectivas hacia la heterosexualidad, considerada por el discurso dominante no solo normativa sino natural. Se recurre, por tanto, a la heteronormatividad para lograr su integración no conflictiva en la sociedad.

La actitud feminizada de Gaspar, por el contrario, se amolda a la del dandi estereotípico, en la medida en que, por un lado, imita conscientemente la performance femenina que, por la afición al consumo, al lujo, y por la transformación corporal a través de la cosmética, los trajes y las joyas, constituye un símbolo de la glorificación de lo artificial propia de la modernidad. Sin embargo, por otro, desprecia a la mujer, porque la concibe como puro cuerpo, dominada por el instinto, la sentimentalidad y el deseo (Felski, 1995, 91–114). La representación autoconsciente de género del dandi supone un claro dominio de la mente sobre el cuerpo, que les permite trascender los límites que marca la corporeidad y la identidad sexual, subvirtiendo la masculinidad burguesa, mientras refuerzan el discurso androcéntrico (Felski, 1995, 112). Gaspar profesa este autocontrol, que implica una represión consciente de la libido, mientras emplea el deseo como mecanismo de dominio de los otros. La seducción se convierte en su herramienta de poder sobre hombres y mujeres, si bien difiere su concepción de ambos.

Para el narrador protagonista, la mujer ocupa un lugar subalterno y tiene un valor instrumental; de modo que, cuando la necesita, prepara minuciosamente la conquista. El mejor ejemplo en este sentido es la relación que mantiene con Trini, una joven soltera, burguesa acomodada, elegida por su hermana Camila como perfecta candidata para ser su esposa. Gaspar solo se interesa realmente por ella cuando la concibe como posible madre de Rafaelín. En ese momento, pone en evidencia esas ‘self-conscious performances of gender and sexual identity’ (Tsuchiya, 2011, 127) propias del dandi:

Una hora después llegó Trini. Me había vestido prestando suma atención a los pormenores de mi traje. Sentía emoción de cadete, ante la esperanza no tanto de que Trini me quisiese lo suficiente para acoger en un arranque tierno, de mujer y madre, a Rafaelín, sino de que, ante su arranque, naciese en mí el verdadero amor. Lo que me hace palpitar viene del interior de mi ser: no puede venir de fuera. […] consagré tiempo al lazo de mi corbata, a la clavazón en él de la gruesa perla redonda, a atusar el pelo, a frotar con el pulidor las uñas. Iba tan brillador de ojos y tan amador en mi porte, que Trini, al estrechar mi mano, se arreboló […]. Almorzamos, alegres y decidores los novios […]. Por debajo de los encajes gruesos del mantel cogí su mano, que no se retiró (42–44).

Las palabras de Gaspar revelan tanto su performance heteronormativa consciente como su concepción narcisista del amor y del deseo. De hecho, cuando Trini no reacciona como él espera, la abandona de forma impasible.

Frente a la condición subalterna de la mujer, concebida como mero cuerpo, el discurso de Gaspar revela una mayor atracción por los hombres como sujetos, en tanto prima en ellos lo intelectual. Si a esto se suma su aversión por el erotismo femenino y su performance subversiva respecto a la masculinidad burguesa, la atracción que manifiesta por Desiderio Solís, el tutor de su hijo, sugiere su inclinación homosexual:

El futuro preceptor ejercía sobre mí el atractivo de su complicada alma, de su psicología laberíntica. […] La tez de Solís, que el aire libre y la brisa salitrosa empezaban a tostar; los labios, algo menos descoloridos, pero siempre contraídos por triste gesto; las facciones irregulares, de expresión huraña, […]. Sentía yo a veces impulsos de provocar sus confidencias, y no quería seguirlos porque era demasiado atrayente para mí el enigma de aquel espíritu (176).

El personaje también reprime ese impulso homoerótico, inspirado, como se afirma en la cita anterior, por la complejidad intelectual de Desiderio. El preceptor, como el propio protagonista, representa otro personaje desintegrado del cuerpo social. Se trata de un “proletario de la pluma”, con muy buena formación, de filiaciones anarquistas, violento, resentido y de vida bohemia hasta que lo contrata Gaspar. El atractivo que siente el dandi por Desiderio radica en esa combinación de cultura y marginalidad que comparten. Su intelectualismo exacerbado producto de una vasta formación, pero ajena a una moralidad definida, ha potenciado el individualismo de ambos hasta tornarlos en encarnaciones de la degeneración. Eso los convierte en seres dañinos, improductivos, estériles. Son enfermos morales que repercuten negativamente en la sociedad debilitándola.

El deseo homoerótico de Gaspar, por tanto, se plantea en la novela como una inclinación intelectual propia de su concepción erótica. La homosexualidad, considerada en la época como un comportamiento sexual desviado (Vázquez García, 2001), parece asociarse en la obra a esa visión científico-fisiológica del sexo que repugna al protagonista y le hace rechazar el cuerpo femenino. Émile Durkheim planteaba en Las formas elementales de la vida religiosa (1912) que una aproximación puramente científica al sexo, esto es, a la formación íntima del sujeto, desvinculada de fundamentos morales tradicionales, como los de la religión, “lleva a debilitar la conciencia colectiva, favorece el repliegue del individuo en sí mismo, el individualismo anómico, la ética asentada en el egoísmo del interés” (Vázquez García y Moreno Mengíbar, 1990, 19).

Consecuencia de este deseo no normativo es la atracción que siente Gaspar por la tísica Rita Quiñones. Su fascinación por la muerte le provoca una inclinación necrofílica que lo empuja a seducir a esta mujer moribunda. Como recuerda Dijkstra, “una mujer enferma camino de la muerte […] acabó representando el icono definitivo de feminidad virtuosa” en el fin de siglo, en la medida en que encarnaba la asexualidad (1994, 28). La sublimación de lo asexuado por el discurso patriarcal decimonónico derivaba de la consideración de la mujer como encarnación del deseo y la lascivia, capaz de pervertir al hombre, malgastando sus energías y capacidades intelectuales. Gaspar, como se ha indicado anteriormente, comparte esta concepción tradicional de lo femenino que se revitalizó durante el siglo XIX como respuesta a ese miedo a la sexualidad de la mujer. De ahí que solo con Rita mantenga una relación más desinteresada y empática, sentimental incluso: “No tengo pujos críticos cuando estoy con Rita. Todo es admirable […]; en pos de la neurótica, aprendo a viajar por fuera de mi juicio” (31). El inconveniente radica en que continúa siendo una relación claramente improductiva desde un punto de vista social.

Lo problemático de este discurso individualista, anómico y androcéntrico, que despreciaba y relegaba a la mujer, era que no solo afectaba al sujeto desarraigado, sino también al buen funcionamiento del cuerpo social. Según las convenciones finiseculares, el comportamiento sexual de personajes como Gaspar representaba un factor de degeneración preocupante, porque menoscababa la reproducción de la clase rectora frente a la clase proletaria, cuya amplia descendencia podía desequilibrar la balanza de poder. Como han estudiado Francisco Vázquez y Andrés Moreno, desde los años treinta del siglo XIX el discurso dominante había responsabilizado de esta problemática a la mujer, y se empleó el concepto de histeria como mecanismo de control del cuerpo femenino. En los años sesenta, con las primeras reivindicaciones femeninas de carácter laboral y jurídico, se recrudeció esta instrumentalización de la histeria y la relevancia de la maternidad femenina para mantener el orden social (Vázquez García y Moreno Mengíbar, 1997, 422–424). Novelas como la Desheredada, Fortunata y Jacinta o La Regenta, constituyen muestras de esta inquietud burguesa.

También puede entenderse en este sentido el tema de la paternidad en las novelas finiseculares. De acuerdo con Joan Oleza, esta se plantea como un medio de salvación para sus protagonistas, y en muchos casos constituye un mecanismo de reincorporación del sujeto marginado al organismo social (1990). Como ejemplos aporta, precisamente, a los representantes de la novela psicológica francesa emulados por Pardo Bazán: Paul Bourget y Édouard Rod (Oleza, 1989, 478). El crítico también menciona La sirena negra, donde, en efecto, Gaspar contempla la paternidad como la fórmula de superar su fascinación por la muerte y reinsertarse en la sociedad. La idea surge de su relación asexual con Rita, madre soltera de un niño de cuatro años, Rafaelín. En consonancia con su aversión al cuerpo femenino y su devoción por la artificialidad, Gaspar decide adoptar al pequeño, un hijo de la voluntad, no del cuerpo:

me hizo eco en el alma únicamente aquel concepto de considerarme padre de Rafaelín. […]. Yo no deseaba un hijo, en el sentido estricto de la frase; pero se me ocurrió que sería delicioso tener ese hijo; ese, no otro. […] Un calor íntimo se me esparcía por el alma […]; y un propósito, una resolución de ser el padre de Rafaelín por mi voluntad, no por azar de la carne, surgía en mí, […]. Era la defensa del instinto de perpetuarse, instinto que ya creía punto menos que abolido en mí; era... ¡ah, no me cabía duda!, ¡era la vida, la vida, la vida, la maga, que me llamaba otra vez, […]! (37–38).

Desde ese momento, todos los esfuerzos del personaje se dirigen a construir la relación paterno-filial: ese paraíso artificial donde moldear al hijo de la voluntad. Le busca una institutriz inglesa, modelo de buenas maneras, miss Annie; un tutor privado, Desiderio Solís, a quien pretende dirigir personalmente; y planea con esmero la educación del niño, para convertirlo en un modelo de hombre distinto de sí mismo que:

tenga una psicología apacible, una fisiología pujante; que conserve su pureza largo tiempo; que sea atlético y cristiano; que no refine las sensaciones y no se avergüence de los sentimientos; que se case a los veinticinco con una buena moza de caderas anchas, y críe a sus numerosos hijos en el temor de Dios y la convicción de que la vida es excelente, que nacer es un don, y que hay fuera de nosotros y por encima de nosotros una ley que hemos de acatar y un criterio definido que se nos impone (119).

Es decir, Gaspar pretende recrear en su hijo al perfecto sujeto de la sociedad civil, que trabaja por y para ella, de acuerdo con sus normas, y que se autorregula gracias a ese “temor a Dios” que está por encima de él. En las novelas mencionadas por Joan Oleza, el hombre lograba reinsertarse y mantener el buen funcionamiento de la sociedad favoreciendo su continuidad a través del hijo. El mérito radicaba así en el padre. Sin embargo, el proyecto de Gaspar fracasará, porque el personaje no modifica su conducta anómica. Él es el responsable del desorden social, no la mujer.

“Los grandes misticismos son hijos de los grandes desencantos y dolores”

Conviene retomar ahora la idea de la ventriloquía de Joyce Tolliver (1998), similar al concepto de mascarada de Luce Irigaray, sobre la apropiación femenina del discurso masculino que persigue descubrir su naturaleza construida y artificial. Como se ha indicado anteriormente, en La sirena negra escuchamos desde el inicio la voz del muñeco del ventrílocuo, mientras la fuente desde donde emana permanece oculta. Sin embargo, como señala Tolliver, nada resulta más sumiso que el cuerpo del muñeco. Así, la ventriloquía da lugar a una heteroglosia de género: aunque el ventrílocuo logra que olvidemos su existencia, en ocasiones permite que la recordemos (Tolliver, 1998, 107). Mediante este juego, al mismo tiempo que Gaspar se autoconstruye, se revela su inconsistenciaFootnote 18 y, por ende, también la del discurso androcéntrico dominante. La fragilidad de la impostura del personaje se evidencia cuando su hermana Camila duda de su cordura. Este cuestionamiento empuja a Gaspar a un extenso autoanálisis en el capítulo ocho que permite considerar su autorrepresentación como un mecanismo para autoafirmarse. La debilidad de su discurso se percibe también en la necesidad de demostrar su superioridad intelectual y su singularidad ante Desiderio, particularmente si se tiene en cuenta la diferencia de clase que existe entre ellos. Gaspar siente una enorme frustración cuando descubre en su subordinado sus “propios sentimientos”, porque lo convierten en “parte de una grey” (147) que borra su distinción, es decir, aquello sobre lo que sostiene su discurso identitario: “Deseo que sepa que mi enfermedad es privilegiada y mi mal es el mal de los poderosos” (151). Como afirma Maurice Hemingway: “His self-created image of decadence, stemming not from moral superiority or otherness, but from insecurity and fear, is a comedy played out by himself, for himself” (1972, 373).

Otra disonancia en el discurso de Gaspar resulta del contraste entre su retrato estereotípico y cosificador de los personajes femeninos y el comportamiento de estos. De hecho, frente a la incapacidad para la acción de Gaspar y sus constantes titubeos, las mujeres que lo rodean tienen claros sus objetivos y actúan resolutivamente. Incluso aquellas a las que cree dominar plenamente, como son Trini y Annie, mantienen su voluntad. Trini, pese a construirse como el prototipo de mujer burguesa, ángel del hogar, abnegada, sentimental y maternal, en ningún momento llega a someterse a los deseos de Gaspar ni a aceptar de forma abierta a Rafaelín. El caso de miss Annie resulta particularmente interesante porque representa el estereotipo peor considerado por el discurso patriarcal: la nueva mujer, independiente económicamente, fuerte, segura y atlética. Lo relevante es que en la pluma de Pardo Bazán encarna el personaje más erotizado de la novela. Desiderio se siente claramente atraído por la institutriz. Gaspar aprovecha esa circunstancia para urdir una suerte de triángulo amoroso basado en la seducción y los celos como herramienta para controlar a sus dos empleados. No obstante, existe una contradicción en su discurso: según sus palabras, él seduce a Annie para dominar a Desiderio; sin embargo, miss Annie logra excitar sexualmente al protagonista en dos ocasiones. Por tanto, el cuerpo de Gaspar refuta sus propias palabras y manifiesta que la seducción responde al deseo, lo que nuevamente lo iguala a Desiderio. La primera ocasión tiene lugar durante un episodio de voyerismo, que puede considerarse acorde con la sexualidad no convencional del personaje. Gaspar se dispone a espiar el baño de su hijo adoptado, pero su mirada se centra en el cuerpo casi desnudo de la joven inglesa. Primero, repara en la blancura de su piel:

un blanco tintado imperceptiblemente de rosa té, un blanco virginal, «carne de doncella»... La misma blancura a lo Van Dyck se nota en la pierna larga, esbelta, derecha; en el brazo duro, nada corto; en el pie de mármol cuyas uñas descubro que están limadas cuidadosamente, y abrillantadas, sin duda, con polvos de coral, pues una vez más me reproducen la imagen, sensual y delicada, de las menudas conchas traídas por la ola (181–182).

La voz del dandi, para eludir la corporeidad fisiológica que estima degradante, transforma el cuerpo de Annie en un objeto artístico. Elaborado el subterfugio, Gaspar sigue el baño de la institutriz y, cuando se aleja nadando, saca los prismáticos que le permiten focalizar y aproximar el objeto de deseo. En ese momento la joven parece encarnarse en la sirena, pero ya no la negra que suscita la pulsión de muerte en el personaje, sino la rubia, que despierta su deseo erótico: “la blancura de ondina de los brazos, de las piernas, de la garganta, y la risa silenciosa de la boca emperlada de anchos dientes […]; el pelo rubio, mojado, se esparce y la rodea de una aureola de serpezuelas de cobre…” (182–83). Cuando Annie sale del agua, Gaspar contempla cómo la “franela se pega a sus formas como el lienzo húmedo de los escultores a la estatua” (183) y ya no puede evitar que la sensualidad del cuerpo de la mujer se proyecte en el paisaje mientras el deseo se apodera de él:

Los áloes son de bronce; sus enormes hojas carnosas y apuntadas se dibujan sobre el cielo sin nubes. Mi cabeza está vacía y mis venas hierven... […] Corro, porque la mujer me ha arrollado, y necesito estar conmigo a solas, pensar, recaer en el cerebro, libertándome de lo sensible (184).

La pérdida de autocontrol de Gaspar insinúa que la represión libidinal, en realidad, oculta el deseo heterosexual del personaje, que en cierto modo se presenta como instintivo, es decir, no intelectualizado, a diferencia de su inclinación homoerótica. Esta idea se confirma en el episodio de la violación de Annie, momento culminante de la obra, no solo porque desencadena el trágico final, sino también porque representa los terribles obstáculos a los que se enfrenta la nueva mujer en un mundo dominado por el orden patriarcal y, ante todo, porque desenmascara definitivamente la impostación mantenida por Gaspar. El ataque a Annie se describe como un acto salvaje e irracional, ajeno a cualquier perversión elaborada. De este modo, toda la performance sexual desnaturalizada del protagonista no solo se revela falsa, sino peligrosa. Actuar en la intimidad siguiendo criterios basados en la propia subjetividad y sin seguir unas normas que garanticen la estabilidad y continuidad tanto del individuo como de la sociedad es nocivo. En este sentido, resulta significativo que Gaspar defina su delito como “pecado”, es decir, un atentado contra las normas morales, no civiles, porque hace depender la regulación de la conducta privada del terreno de la moral, de la religión.

Por tanto, el comportamiento sexual de Gaspar, que nace de una concepción errónea de la mujer, construida a partir de una educación científica sobre el cuerpo y la sexualidad, y ajena a un filtro religioso, conduce al personaje a cometer un acto delictivo e inmoral. Asimismo, esta conducta patológica se encuentra tras su decisión de adoptar a Rafaelín y construir una familia donde la mujer quedaría reducida, en caso de existir, al papel de madre, ni siquiera de esposa. Frente a otras novelas, por tanto, la paternidad no resulta suficiente para reintegrar al individuo en la sociedad, porque en La sirena negra el origen del problema moral no se encuentra en la mujer, sino en el hombre. Frente a las histéricas y adúlteras de las novelas finiseculares, cuyo comportamiento inmoral pone en peligro la procreación y por tanto la salud social, Pardo Bazán desplaza el foco y señala al hombre como el origen de la desestabilización y la enfermedad. Mediante la apropiación del discurso masculino, que logra al convertir a Gaspar en el narrador histérico, evidencia su responsabilidad tanto en la degeneración social, como en la construcción de los estereotipos femeninos.

La reintegración del individuo requiere, entonces, la modificación de su conducta mediante la asunción de una moralidad que únicamente la religión puede proporcionar. En La sirena negra, la epifanía se producirá con la muerte accidental de Rafaelín, cuando la bala que iba dirigida a Gaspar alcance al niño.

En esta noche decisiva, me veo claramente, veo el horror de lo que fui; veo mi gangrena y mi laceria, ocultas bajo apariencias de elegancia moral; veo en mí, en el yo de antes, al loco satánico, perverso, al sembrador de odio, al jardinero que cultiva dolores, al vaniloquio que se alzaba más arriba de sus hermanos y compañeros en el breve tránsito... Y me pesa, me pesa, me pesa tres veces, y mis lágrimas lo repiten, cayendo como perlas de mansedumbre, sobre la ropa y el cuerpo del Niño que hizo el milagro en mí.

A cada lágrima, la Seca se aleja un paso: sus canillas suenan más apagadamente en los peldaños de la escalera... La Negra se marcha escoltada por su paje rojo, el Pecado; derrotada, destronada... impotente...

¡Oh Tú, a quien he ofendido tanto! Dispón de mí: viviré como ordenes, y me llamarás cuando te plazca... ¡Pero no me abandones! Tu presencia es ya Tu perdón...

En consonancia con la tradición católica, la muerte del inocente redime al pecador. La conversión de Gaspar cuestiona la validez de todo su discurso anterior. La subversión presente en la exquisitez y perversión del decadente se degrada a un mero estado de confusión que se reorienta gracias a la fe católica. Podría afirmarse entonces que ese individuo desviado de la norma logra reintegrarse en el cuerpo social asumiendo una autorregulación proporcionada por la religión, que se presenta como el mecanismo para alcanzar la homogeneidad social que buscaban los Estados Modernos. Es decir, la religión confiere orden a la vida particular y, en consecuencia, al conjunto social. Los principios morales del catolicismo garantizaban la continuidad y fortaleza del organismo social gracias a la autoimposición del matrimonio y la heteronormatividad. Como muestra la novela de Pardo Bazán, el discurso masculino imperante era el que se había distanciado de esta normativa suprapersonal sagrada, a diferencia de la mujer, vinculada socialmente a la Iglesia. Así, en La sirena negra se compatibiliza la reivindicación moral conservadora con la subversión del discurso androcéntrico y el cuestionamiento del orden patriarcal. Si la conversión religiosa termina por trivializar el discurso decadentista, y en consecuencia también su construcción misógina de la mujer, el juego narrativo de la ventriloquía, que permite la apropiación del discurso masculino dominante, representa al hombre como el responsable de la degeneración social. La mujer, por oposición, constituye el elemento estable y equilibrado del sistema.

Conclusión

Por tanto, Emilia Pardo Bazán reorientó su novelística a principios del siglo XX coincidiendo con la transformación estético-literaria derivada de la crisis de la modernidad finisecular, la inestabilidad político-social que atravesaba España y el propio desengaño personal. Para la autora, la sociedad estaba enferma, y su afección era de carácter moral. Es decir, la degeneración provenía de la falta de una religiosidad que orientara la autorregulación, particularmente de las élites que debían mantener el dominio del conjunto social. La literatura tenía que ocuparse y adaptarse a esa nueva realidad. La novela psicológica encabezada por Paul Bourget ofrecía un modelo adecuado para su nuevo proyecto narrativo, porque era moderna desde un punto de vista estético y compartía su percepción conservadora de la problemática social. Pardo Bazán, como en otras ocasiones, se apropió de ese modelo para abrir nuevas vías al desarrollo de la cultura de corte conservador en España, pero también para reivindicar la necesidad de la participación activa del sujeto femenino en la sociedad. La sirena negra resulta un ejemplo paradigmático en este sentido porque, en contra de la opinión de Gómez de Baquero, el protagonismo masculino servía para evidenciar la responsabilidad del discurso androcéntrico y el sistema patriarcal en la degeneración de la sociedad.